Dado que la falta de individualidad (es decir, permitir la
interferencia ajena sobre nuestra personalidad, interferencia que impide
cumplir los mandatos del Ser Supremo) es de tanta importancia en la producción
de la enfermedad, y dado que suele iniciarse muy pronto en la vida, pasemos a
considerar la auténtica relación entre padres e hijos, maestros y discípulos.
Fundamentalmente, el oficio de la paternidad es el medio
privilegiado (y, desde luego, el privilegio habría de considerarse divino) para
capacitar a un alma a entrar en contacto con el mundo para el bien de la evolución. Si se
entiende de forma apropiada, es probable que no se le ofrezca a la humanidad
una oportunidad más grande que ésta para ser agente del nacimiento físico de un
alma y tener el cuidado de la joven personalidad durante los primeros años de
su existencia en la Tierra.
La actitud de los padres debería consistir en dar al recién
llegado todos los consejos espirituales, mentales y físicos de que sean
capaces, recordando siempre que el pequeño es un alma individual que ha venido
a este mundo a adquirir su propia experiencia y conocimientos a su manera,
según los dictados de su Ser Superior, y que hay que darle cuanta libertad sea
posible para que se desarrolle sin trabas.
La profesión de la paternidad es un servicio divino, y
debería respetarse tanto, si no más, que cualquier otra tarea que tengamos que
desempeñar. Como es una labor de sacrificio, hay que tener siempre presente que
no hay que pedirle nada a cambio al niño, pues consiste sólo en dar, y sólo
dar, cariño, protección y guía hasta que el alma se haga cargo de la joven
personalidad. Hay que enseñar desde el principio independencia, individualidad
y libertad, y hay que animar al niño lo antes posible a que piense y obre por
sí mismo. Todo control paterno debe quedar poco a poco reducido conforme se
vaya desarrollando la capacidad de valerse por sí mismo, y, más adelante,
ninguna imposición o falsa idea de deber filial debe obstaculizar los dictados
del alma del niño.
La paternidad es un oficio de la vida que pasa de unos a
otros, y es, en esencia, un consejo temporal y una protección de duración breve
que, transcurrido un tiempo, debería cesar en sus esfuerzos y dejar al objeto
de su atención libre para avanzar solo. Recordemos que el niño, de quien
podemos tener la guardia temporal, quizá sea un alma mucho más grande y
anterior que la nuestra, y quizá sea espiritualmente superior a nosotros, por
lo que el control y la protección deberían limitarse a las necesidades de la
joven personalidad.
La paternidad es un deber sagrado, temporal en su carácter,
y que pasa de generación en generación. No conlleva más que servicio y no hay
obligación a cambio por parte del joven, puesto que a éste hay que dejado libre
para desarrollarse a su aire y para prepararse para cumplir con esa misma tarea
pocos años después. Así, el niño no tendrá restricciones, ni obligaciones, ni
trabas paternas, sabiendo que la paternidad se le había otorgado primero a sus
padres y que él tendrá que cumplir ese mismo cometido con otro.
Los padres deberían guardarse particularmente de cualquier
deseo de moldear a la joven personalidad según sus propios deseos e ideas, y
deberían refrenarse y evitar cualquier control indebido o cualquier reclamación
de favores a cambio de su deber natural y privilegio divino de ser el medio de
ayuda a un alma para que ésta se ponga en contacto con el mundo. Cualquier
deseo de control, o deseo de conformar la joven vida por motivos personales, es
una forma terrible de codicia y no deberá consentirse nunca, porque si se
arraiga en el joven padre o madre, con los años éstos se convertirán en
auténticos vampiros de sus hijos. Si hay el menor deseo de dominio, habrá que
comprobado desde el principio. Debemos negarnos a ser esclavos de la codicia
que nos impulsa a dominar a los demás. Debemos estimular en nosotros el arte de
dar, y desarrollado hasta que con su sacrificio lave cualquier huella de acción
adversa.
El maestro deberá siempre tener presente que su oficio
consiste únicamente en ser agente que dé al joven guía y oportunidad de
aprender las cosas del mundo y de la vida, de forma que todo niño pueda
absorber conocimiento a su manera, y, si se le da libertad, puede elegir
instintivamente lo que sea necesario para el éxito de su vida. Una vez más, por
tanto, no debe darse nada más que un cariñoso cuidado y guía para permitir al
estudiante adquirir el conocimiento que requiere.
Los niños deberían recordar que el oficio de padre, como
emblema de poder creativo, es divino en su misión, pero que no implica
restricción en el desarrollo ni obligaciones que puedan obstaculizar la vida y
el trabajo que les dicta su alma. Es imposible estimar en la actual
civilización el sufrimiento callado, la restricción de las naturalezas y el desarrollo
de caracteres dominantes que produce el desconocimiento de este hecho. En casi
todas las familias, padres e hijos se construyen cárceles por motivos
completamente falsos y por una equivocada relación entre padre e hijo. Estas
prisiones ponen barras a la libertad, obstaculizan la vida, impiden el
desarrollo natural, traen infeli cidad
a todos los implicados y provocan esos desórdenes mentales, nerviosos e incluso
físicos que afligen a la gente, produciendo una gran mayoría de las
enfermedades de nuestros días.
No se insistirá nunca lo suficiente sobre el hecho de que
todas las almas encarnadas en este mundo están aquí con el específico propósito
de adquirir experiencia y comprensión, y de perfeccionar su personalidad para
acercarse a sus propios ideales. No importa cuál sea nuestra relación con los
demás, marido y mujer, padre e hijo, hermano y hermana, maestro y hombre,
pecamos contra nuestro Creador y contra nuestros semejantes si obstaculizamos
por motivos de deseo personal la evolución de otra alma. Nuestro único deber es
obedecer los dictados de nuestra propia conciencia, y ésta en ningún momento
debe sufrir el dominio de otra personalidad. Que cada uno recuerde que su alma
ha dispuesto para él un trabajo particular, y que, a menos que realice ese trabajo,
aunque no sea conscientemente, dará lugar inevitablemente a un conflicto entre
su alma y su personalidad, conflicto que necesariamente provocará desórdenes
físicos.
Cierto es que una persona puede tener vocación de dedicar
su vida a otra, pero, antes de que lo haga, que se asegure bien de que eso es
lo que le manda su alma, y de que no se lo ha sugerido otra personalidad
dominante que lo haya persuadido, y de que ninguna falsa idea del deber lo
engaña. Que recuerde también que venimos a este mundo para ganar batallas, para
adquirir fuerza contra quienes quieren controlarnos, y para avanzar hasta ese
estado en el que pasamos por la vida cumpliendo con nuestro deber sosegada y
serenamente, indeterminados e influenciados por cualquier ser vivo, serenamente
guiados en todo momento por la voz de nuestro Ser Superior. Para muchos, la
principal batalla que habrán de librar será en su casa, donde, antes de lograr
la libertad para ganar victorias por el mundo, tendrán que liberarse del
dominio adverso y del control de algún pariente muy cercano.
Cualquier individuo, adulto o niño, que tenga que liberarse
en esta vida del control dominante de otra persona, deberá recordar lo
siguiente: en primer lugar, que a su pretendido opresor hay que considerado de
la misma manera que se considera a un oponente en una competición deportiva,
como a una personalidad con la que estamos jugando al juego de la vida, sin el
menor asomo de amargura, y hay que pensar que, de no ser por esa clase de
oponentes, no tendríamos oportunidad de desarrollar nuestro propio valor e
individualidad; en segundo lugar, que las auténticas victorias de la vida
vienen del amor y del cariño, y que en semejante contexto no hay que usar
ninguna fuerza, cualquiera que sea: que desarrollando de forma segura nuestra
propia naturaleza, sintiendo compasión, cariño y, a ser posible, afecto - o
mejor, amor - hacia el oponente, con el tiempo podremos seguir tranquila y
seguramente la llamada de la conciencia sin la menor interferencia.
Aquellos que son dominantes requieren mucha ayuda y
consejos para poder realizar la gran verdad universal de la Unidad y para
entender la alegría de la Hermandad. Perderse estas. cosas es perderse la
auténtica feli cidad de la Vida, y
tenemos que ayudar a esas personas en la medida de nuestras fuerzas. La
debilidad por nuestra parte, que les permite a ellos extender su influencia, no
les ayudará en absoluto; una suave negativa a estar bajo su control y un
esfuerzo por que entiendan la alegría de dar, les ayudará a subir el empinado camino.
La conquista de
nuestra libertad, de nuestra individualidad e independencia, requerirá en
muchos casos una gran dosis de valor y de fe. Pero en las horas más negras, y
cuando el éxito parece totalmente inaccesible, recordemos siempre que los hijos
de Dios no tienen que tener nunca miedo, que nuestras almas sólo nos procuran
tareas que somos capaces de llevar a cabo, y que con nuestro propio valor y
nuestra fe en la Divinidad que hay dentro de nosotros, la victoria llegará para
todos aquellos que perseveran en su esfuerzo.
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