Las primeras experiencias de
relación con el mundo se dan en el interior del grupo familiar. Aun cuando la
socialización familiar no pueda prever ni determinar el destino de las nuevas
generaciones, la familia es la encargada social de la integración personal y
colectiva. Ante el quebrantamiento del lazo social la familia debería ser un
refugio que nos preserve de las inclemencias de un individualismo atroz, un
lugar de resistencia y preparación para la vida comunitaria, tal como dice Paul
Virilio. Sin embargo, escasean momentos en común para estar en familia, la casa
va quedando vacía de relaciones, de contacto, de encuentros y así no se sabe
esperar, no se sabe pedir permiso, no se sabe pedir perdón, no se sabe dar las gracias.
Lazos familiares
El concepto de familia es
complejo de delimitar en pocas líneas por la multiplicidad de formas que ha
adoptado a lo largo de la historia y las diferentes culturas; asimismo, no
puede circunscribirse a una sola definición dada la diversidad que presenta la
vida en familia. En el sentido técnico-jurídico, la familia "es el
conjunto de personas entre las cuales median relaciones de matrimonio o de
parentesco (consanguinidad, afinidad o adopción) a las que la ley atribuye
algún efecto jurídico". La realidad actual nos exige reconocer que cuando
hablamos de familia no nos referimos sólo a un sistema nuclear, sino más bien a
un conjunto de maneras de concebir a la familia desde nuevas estructuras.
La familia tiene en sí el potencial
para curar o para enfermar, es decir, puede ser un entorno de contención y
desarrollo o de inseguridad y estereotipia. En el seno de la familia hay cabida
tanto para lo mejor como para lo peor de las emociones humanas. A su vez es la
familia la que vehiculiza la transmisión de los valores familiares, la
tradición, los legados y los mandatos. Al respecto, Caratazzolo dice: “Cada
integrante de la nueva familia trae a la misma sus valores, normas, costumbres,
gustos y preferencias, que son el fruto de su identificación con la familia de
origen. Este encuentro tendrá como resultado una nueva identidad, producto de
la integración de ambas, o, por el contrario, será fuente de conflictos. El
éxito o fracaso de este proceso dependerá: de la adherencia de los miembros de
la pareja a su familia de origen, de los celos que la familia del cónyuge pueda
movilizar en el otro, y de las situaciones de hostilidad con la familia del
otro surgidas con anterioridad o posterioridad a la constitución de la pareja”.
Desde la teoría del desarrollo
familiar se plantea que la familia experimenta cambios sistemáticos a medida
que va desplazándose a lo largo de los diversos estadios de su ciclo vital. Las
transiciones que se dan dentro del ciclo vital familiar producen cambios que
pueden dar lugar a crisis, es decir que cada una de las transiciones que
afronta una familia posee potencial de crisis y cada una de ellas implica
situaciones de pérdida y el consecuente duelo.
La elaboración de la crisis deviene en un
crecimiento y desarrollo de todos los integrantes de la familia. Si, en cambio,
hay obstáculos para afrontarla puede producirse un estancamiento en el ciclo
vital familiar o si persiste la insistencia en los enfrentamientos, el estrés puede
tornarse crónico, con lo cual, la continuidad de las desavenencias podría dar
lugar al surgimiento de una enfermedad en la familia o en alguno de sus
miembros tanto a nivel físico como mental.
Según Andolfi, una familia
funcional es aquella que “pueda tolerar el acrecentamiento de la diversidad
entre sus miembros” y por lo tanto la individuación, la autonomía y la
posibilidad de afirmación y reconocimiento de la identidad de sí mismos y la de
los demás, lo que asegurará a la larga un eficaz proceso de desprendimiento
(separación-individuación). Recordemos una de las máximas de Enrique Pichon Rivière:
‘A mayor heterogeneidad grupal y mayor homogeneidad en la tarea, mayor
productividad grupal’, es decir, todos juntos aceptamos y sumamos nuestras
diferencias, centrados en la tarea con el objeto de llevar a cabo un proyecto
en común.
Función materna y paterna
En toda familia es necesario
definir dos funciones bien diferenciadas que podría llegar a cumplir cualquier
miembro de la familia: la función materna y la función paterna. Según
Winnicott, la función materna se la asocia con el sostén (holding) tanto físico como emocional, actitudes relativas al
cuidado corporal de los hijos, el apego, la dependencia, el acercamiento. La
función paterna posibilita el orden y garantiza la salida hacia el afuera. Para
ello es necesario que el padre sea reconocido por la madre, es decir, le tiene
que dar cabida al padre como trasmisor de la ley, la madre tiene que reconocer
la ley paterna y admitir la necesidad de poner un límite al deseo de guardar al
niño para ella sola. El ejercicio de la función paterna posibilita primero el
desprendimiento de la simbiosis con la madre y posteriormente de la familia. La función materna es la que sostiene el ser
del sujeto. Encargada de proveer el orden dentro de la casa (reglas en la casa),
la protección, la higiene corporal, la trasmisora de lo que ocurre en lo
escolar, la nutrición, de allí que los problemas alimenticios tengan que ver
con alguna falla en la relación con la madre. La mirada materna habilita la
femineidad en la hija, la madre ‘viste’ a la nena, la mira, debe ‘narcisizarla’
ya que la relación madre-hija es la relación más conflictiva. A su vez, la
mirada materna es la que reconoce un saber a la función paterna, habilitándolo
a operar como terceridad. La función paterna opera sobre las reglas externas,
ordena a través de la ley. Se espera que pueda separar la díada madre-hijo
siendo protector y limitador a la vez, funcionando como corte para fomentar la
exogamia, la independencia e inscribir al hijo en el mundo simbólico (Cultura).
Cada sujeto será responsable de su función según cómo resolvió su propio
complejo de Edipo. La madre es la que le da entrada al padre al mirarlo con
brillo y reconocerle un saber, es ese tercero que realiza el corte. La función
paterna la puede realizar cualquiera que la madre mire con brillo y a quien le
reconozca un saber. Si la madre hostiga al padre, compite y no le reconoce su
lugar, no se produce el corte. La función paterna va a proveer las reglas del
afuera, independencia, corte, inscribe la falta en la relación madre/hijo por
lo tanto empieza a separar, a ordenar el vínculo, habilita el afuera, el mundo
externo, transmite la exogamia. La función paterna es simbólica, de allí que las
dificultades para simbolizar tienen que ver con una falla en la función paterna
(faltas de ortografía, etc). Muchas veces se habla de un ‘padre ausente’ y esto
no sería acertado, desde lo real puede estar ausente pero hay un padre
simbólico y uno imaginario. Por ejemplo, cuando la madre dice: ‘cuando venga tu
padre vas a ver’, desde la ausencia se convoca un padre simbólico. En los divorcios
muchas mujeres con el propósito de ‘rehabilitar’ a los padres los fustigan
manejando a su antojo las visitas a los hijos, ante la ausencia del padre real
el reclamo del ejercicio de ley paterna se vuelve hostigante, como si a pesar
de todo los padres no pudieran ocupar una posición simbólica fuerte. Una ‘buena
madre’ sostiene y acompaña el ser de su hijo. Una madre fálica lo fragiliza e
impotentiza para que éste, quedando en el lugar del desvalido siempre la
necesite. Para que el hijo no quede preso en el deseo de la madre es necesaria
la intervención de un tercero, que opere como corte tanto para la madre como
para el hijo, la ‘ley del nombre del padre’. Se trata de promover la
independencia, brindando herramientas para soportar la falta de éste paulatinamente.
Los hijos son conscientes de algunas de estas cosas, porque saben lo que hizo
el padre o la madre y pueden querer repetir o alejarse de ese modelo que tienen
registrado. El eje de autonomía del sujeto va a depender de los modelos de
identificación que internalizó de sus padres para constituir su identidad. Lo
más importante es que haya sido coherente, puede gustar o no, pero si fue
coherente marca una línea a la que pueden acercarse o no y diferenciarse. Los ‘doble
mensajes’ y la falta de coherencia siempre conducen a la clausura y la
estereotipia.
Las crisis
Además de las
crisis evolutivas por las que transita una familia podemos mencionar las crisis
accidentales, entre ellas la separación o el divorcio. Resulta una paradoja que
en estos momentos en los que las parejas son cada vez más efímeras, las
rupturas se tornen cada vez más duras y brutales. Ante la más mínima disputa se
ataca las debilidades y los puntos vulnerables del otro sirviéndose de las confesiones
reveladas en momentos de intimidad, con absoluta crueldad apelando a la ironía
y al cinismo, y con suma rapidez uno de los dos acaba hablando de separación.
No se intenta negociar, sino aplastar al otro para salir ‘triunfante’ y cuanto
más narcisista es la persona menos capacidad de cuestionarse y de reconocer al
otro, siempre la culpa se proyecta afuera y no se dudará en instrumentalizar a
los hijos para sus propios fines que consisten en una especie de negociación
comercial para imponer sus condiciones materiales. Inclusive haciendo poco caso
al acuerdo firmado ante el juez, presionan a través de los hijos para intentar
apropiarse de todo: lo material, lugares, hasta los recuerdos. Se reclaman
cosas simplemente para herir al otro sin dudar de esgrimir falsas acusaciones y
así, de un amor finito se engendra un odio eterno reemplazando las cartas de
amor por cartas documento. De este modo, el odio y el rencor se enquistan de forma
soterrada y como resultado adviene la enfermedad. El primer paso para revertir
esta situación es ‘parar y mirar’ -hacer una reflexión crítica- a veces la
ayuda o la solución está más cerca de lo que creemos.
La ayuda de
la Flores de Bach en momentos de crisis
Edward Bach,
un médico, patólogo y bacteriólogo de origen galés, elaboró a principios del
siglo XX esencias a base de flores y plantas rescatando antiguos saberes con el
fin de transformar las actitudes anímicas negativas. Bach partió desde lo
científico y a través de una perspectiva filosófica propuso un sistema anímico
de curación a través de flores silvestres con el fin de realizar un trabajo
personal de autoconocimiento y autoconciencia. Las ‘Flores de Bach’ -tal como
se las conoce en la actualidad- no actúan como un factor externo de
modificación de nuestra conducta, sino que nos ayudan a evocar nuestra libertad
de efectuar los cambios desde adentro al traer a la conciencia las figuras
arquetípicas esenciales que se encuentran presentes en nuestra alma. Es por
ello por lo que se considera a la enfermedad como una oportunidad de corregir
aspectos que de otro modo no hubiesen salido a la luz y así aprender distintas
lecciones aplicando todo el potencial de autocuración que hemos podido
despertar y desarrollar gracias a este proceso de concientización.
El ser humano
se ha alejado cada vez más de la Naturaleza hasta divorciarse de ella. Se
siente desamparado en un mundo competitivo en el que la exigencia de perfección
ha endurecido cada vez más las relaciones de pareja, los reproches son mutuos y
la fragilidad en los vínculos los torna cada vez más vulnerables y efímeros, lo
que da lugar al ‘que pase el que sigue’. Las Flores de Bach podrían ser de gran
ayuda en la toma de conciencia de nuestras fuerzas creativas transformadoras
para vencer los obstáculos en la comunicación, fomentar los vínculos y
fortalecer los lazos.
El mundo de
lo descartable
Zygmun Bauman
en Amor líquido dice: “La disminución
de las capacidades de sociabilidad se ha acentuado y acelerado mediante la
tendencia, inspirada por el modo de vida consumista dominante, a tratar a los
seres humanos como objeto de consumo y a juzgarlos como se juzga a tales
objetos, por el monto de placer que puede ofrecer y en términos de ‘lo que se
obtienen por ese precio’.” Se dejan caer los lazos afectivos naturalizando el
destrato cruel, como si el despliegue de la impunidad pública se colara como
correlato a la impunidad privada.
Se pretende
controlar el amor exigiendo mucho y dando lo menos posible, que el otro se
ajuste a nuestras necesidades y expectativas y si no se logra encorsetarlo se
lo deshecha ya que es la solución menos molesta en un mundo donde prima lo
descartable. Un amor con puntos suspensivos en contrato por tiempo limitado. Un
amor narcisista en el que se ama al otro en función de la imagen que le
devuelve, esto implica que si el otro atraviesa una ‘mala racha’ ya no va a
transmitir esa imagen, con lo cual buscará de forma casi inmediata a otra
persona que le brinde una imagen más gratificante para poder seguir estando en
un pedestal. Este sería el ‘efecto liana’, se tiene siempre alguna liana de
repuesto que nos brinde una mejor imagen de nosotros mismos y a la que se
recurre ante la más mínima fluctuación. En cada crisis se lanza sin pausa y sin
culpa a la liana que está más a mano para que reavive la ilusión narcisista y
así la fidelidad a la pareja sólo dura mientras dure la pasión, transformándose
en un zapping de relaciones. En realidad lo que se pierde es la fidelidad a sí
mismo, una falta de respeto a uno mismo, una evasión de sí al querer ser otro
–esa imagen idealizada que va proyectando el compañero de turno- en lugar de
aprovechar la oportunidad vital de estar dado a sí mismo en el deber de querer
ser lo que se es y asumir la tarea haciéndole frente. Al no aceptarse con lo
dado, nos quedamos con lo inmediato y no vemos lo auténtico, por eso surge la
monotonía y la desesperación. Buscan lo mágico cuando en la simulación siempre
se pierde la magia.
El miedo a la
soledad para algunos y el miedo al compromiso para otros sólo conducen a la
superficialidad de los vínculos en los que circula una bulimia de información
privada y menos profundidad en los sentimientos. Lo paradójico es que, en un
mundo en el que la institución ya no es el matrimonio sino el amor y su centro
de escena los sentimientos; esa misma exigencia del amor debilita la pareja porque
esos sentimientos se construyen de manera superflua sobre la imagen
resplandeciente que necesito que el otro me devuelva, con lo cual es difícil
que aguante el paso del tiempo. Si mirar sin admirar cansa, cuando la relación
se degrade perderá brillo y acontecerá la ruptura. Un amor que se desvanece
ante la más mínima decepción hace que la vida en pareja resulte insegura y
sobrevuele un sentimiento de vacío ante la pérdida de confianza en el porvenir.
Mientras se sigue buscando ese amor que es meramente narcisista -‘el otro me
ama en la medida que me halague y me tenga en el pedestal’- declina la pareja y
la familia, en un intento de complacerse a través del compañero en un contexto
individualista que termina hipertrofiando los afectos.
Efecto tribu
Más allá de
los distintos tipos de familia, tales como la nuclear, la extensa, la
monoparental, la ensamblada, la homoparental, avanza un nuevo modelo al que los
medios de comunicación promueven bajo la denominación de ‘tribu’ porque
comparten sus actividades mezclándose los actuales con los ex y la ex del ex, y
los hijos del actual de la ex con su ex y se van todos juntos de vacaciones
como si siguieran siendo familia, todo en nombre de la tolerancia y con la
justificación de establecer lazos con los niños. En lugar de fundar nuevas
familias, no ‘sueltan’ la anterior para crear la ilusión de la gran familia. Sin
embargo, la realidad es menos simple y quien piense distinto a lo difundido por
los medios puede ser catalogado de retrógrado o rígido. Es un modelo que genera
seguridad y ‘lavado de culpas’ para los más narcisistas y por otro lado,
inseguridad y confusión ante el caos de la fusión para otros que ven la
manipulación de quienes intentan naturalizar la perversión como un juego de
exhibicionismo para sugerir proximidad, un juego de disolución de alteridad que
trastorna las identidades y los papeles parentales. Se pretende unir y reunir
pero para no dejar de ser centro, con esta trivialización de la perversión se
serializa al individuo, estamos todos juntos pero más solos que nunca. Según el
sociólogo David Riesman esta es una táctica que se aplica en publicidad para
liberar al producto de la ‘competencia directa’ de los artículos similares. Así,
se encuentran todos juntos amparados bajo el paraguas de la gran familia
sonriente, mientras por detrás cada uno teje su ardid: el/la actual se asegura
su lugar ante el/la ex y se lo refriega y a su vez el/la ex pone su sello
perpetuando su presencia como insondable fantasma mientras esgrime retorcidos
argumentos y falacias para seguir controlando todo a su alrededor.
La
perversión como norma social
El
psicoanalista Charles Melman habla de una ‘nueva economía psíquica’ en la que la
perversión se habría convertido incluso en una norma social. Precisamente la
personalidad que más se adapta al mundo actual es la narcisista, de allí que
hayan aumentado las patologías de ese orden. Se trata de personas impulsivas,
carentes de interioridad, que cultivan la superficialidad y hacen un culto a la
propia imagen la que se desmorona ante la más mínima crítica. Esta fragilidad
narcisista impide que un sujeto perverso vea al otro como sujeto y pueda
empatizar con lo que le sucede, comparecerse de su sufrimiento. De acción
irreflexiva e insensible, busca manipular a su antojo, buscando recetas mágicas
y soluciones rápidas al malestar interior para una gratificación inmediata de
las pulsiones. Se manejan a través de la ética
primordial o natural la que respeta únicamente las necesidades narcisistas
caprichosas del sujeto, considera justo que todo y todos estén a su disposición
usando a los demás a su antojo, como señala Manfredo Treicher. El narcisista
busca agrupar para aplicar esta ética primordial -su ética- la de presionar
constantemente para sabotear la convivencia grupal. Estos manejos de poder
pueden afectar mucho más la salud psíquica de los hijos que las ‘ausencias’ que
le reclaman a su ex. Diversas son las investigaciones que demuestran que niños
sometidos a grandes privaciones incluso ausencias tempranas de figuras de apego
no necesariamente tienen luego trastornos psíquicos. La psiquiatra y psicoanalista
Francoise Dolto dijo al respecto: “Y sin embargo hay seres humanos a quienes el
destino, o accidentes sobrevenidos en el curso de la infancia, privaron de la
presencia de la madre, o de la madre y el padre. Su desarrollo puede ser tan
sano, con características diferentes, pero tan sólido como el de los niños que
tuvieron una estructura familiar completa”. Como vemos, cuando ocurren
alteraciones vinculares en etapas tempranas de los niños, esto no significa
necesariamente, siguiendo el modelo determinista de pensamiento, que en ese
sujeto se producirán perturbaciones psíquicas.
El amor
como donación sin esfuerzo
Según Erich
Fromm sin capacidad de amar al prójimo, con humildad, coraje, fe y disciplina,
no puede lograrse la satisfacción en el amor. Implícitamente reivindica el
concepto de ‘Agape’ cristiano, dar produce más placer que recibir, un concepto
en el que se acentúa el amor como donación. Para este autor no muchos son
capaces de amar de verdad porque la mayoría cree que el problema consiste en
ser amado y no en la propia capacidad de amar. De allí que cuando una persona
se separa no es frecuente que se plantee que ha perdido su capacidad de amar sino que intenta ‘exorcizar’ al otro. Para
Fromm, casi todos están preocupados por ser dignos de amor más que en amar, los
hombres lo hacen yendo en busca del éxito, del poder y la riqueza, y las
mujeres por medio de la atracción a través de la vestimenta y el cuidado de su
cuerpo. La suposición de que el amor es un objeto y no una facultad hace que se
crea que amar es sencillo y que lo difícil es encontrar a la persona adecuada.
Uno se enamoraría cuando encuentra el mejor objeto en el mercado y así
iniciaría la relación con altas expectativas que conducirán al inevitable
fracaso. Una vez que se cree encontrar la mejor ‘media naranja’, el narcisismo
solipsista se transforma en egoísmo de a dos para pretender amar en una burbuja, pero eso no sería amor,
sino una relación simbiótica que proyecta un egoísmo ampliado. Si se ama a una
persona uno debe poder decir: “Amo a todos en ti, a través de ti amo al mundo”
(Erich Fromm).
Compasión,
entrega total, amor absoluto, incondicional y así entramos en la dimensión
ética del amor que se transforma en altruismo. Sin ‘Ágape’ ninguna relación
funciona porque la insensibilidad tarde o temprano genera desamor, sin una
profunda decisión de no lastimar no puede haber amor y si hay amor y la persona
que queremos nos pide afecto o apoyo no habría por qué no acceder a esa
solicitud. Cuando hay Ágape la actitud protectora sale naturalmente sin
esfuerzo, se alivian las cargas, las transforma y les confiere un sentido de
responsabilidad indolora. Sólo el amor nos permite ir más allá, conocer la
esencia del otro y actualizar sus potencialidades. A través del amor unido a la
inteligencia ética renunciamos al poder y retiramos las exigencias que no sean
vitales para no hacer sufrir, como dice un sabio refrán alemán: ‘Der Klügere
gibt nach’, el más inteligente es el que cede. Por supuesto que la condición
básica sería que la persona depositaria del ágape no se aproveche de nuestras
debilidades. Brindarse sin restricción a alguien que haga mal uso de nuestro
amor agápico no es altruismo. Cesar Pavese dice: ‘serás amado el día que puedas
mostrar tu debilidad sin que el otro la utilice para afirmar su fuerza.’
El
reconocimiento recíproco
Para salir del
solipsismo y sabernos libres necesitamos de la exhortación de otro ser racional
que nos convoque a ser conscientes de sí, a ser libres. Exhortar a otro a ser
libre restringiendo la propia libertad y si el otro hace lo mismo sería
recíproco (relación jurídica). Fichte describe a esta acción como una
exhortación (Aufforderung) a realizar la propia libre eficacia. Esto significa
que el sujeto exige del otro sujeto que se ponga fines propios y determinados.
El sujeto de la exhortación le trasmite al otro el deber de ponerse en acción.
La exhortación es una relación de reconocimiento. El otro sujeto debe entonces
despertar al primero a la conciencia de sí como un ser capaz de proponerse el
fin de conocer un objeto y de llevarlo a cabo. Podemos decir que el sujeto de
la exhortación ‘reconoce’ al otro sujeto como un ser racional y lo ‘confirma’,
ese reconocimiento del otro es condición para la autoconciencia. Como señala
Fichte, una ‘libre influencia recíproca’, un reconocimiento recíproco donde
damos y recibimos conocimiento, una relación intersubjetiva educativa,
pedagógica que promueve la autonomía respetando la libertad de acción como
condición trascendental de la autoconciencia.
Es una relación intersubjetiva práctica como base de condición de
posibilidad del ''yo'' (Fichte) o del ''sí mismo'' (Mead). Tanto Fichte como
Mead (concepción social del sí mismo-self) ven a la posibilidad del ''yo'' no
como un acto de autocomprensión reflexiva de la propia identidad, sino que
entendieron dicha autocomprensión como
mediada por la presencia fáctica de un compañero de interacción práctica o
dialógica (simbólica). La mirada del
otro me convoca, me confirma un lugar y me exhorta a la acción. Según Sastre,
la mirada acompañada de la palabra es la única posibilidad de autoconciencia, la
mirada y la palabra como posibilidad de reconocimiento propio y del otro, ‘me
ven, luego existo’, existo para el otro a través de su mirada. En la medida en
que asumimos la actitud de un otro y nos miramos a nosotros mismos desde el
punto de vista de ese otro podemos reconocer los derechos de ese otro y exigir,
de parte de éste, el reconocimiento de nuestros derechos. Es decir, ponernos en
el lugar del otro, porque no podemos reconocer nuestros derechos si se los
exigimos a los demás sin ponernos nosotros en su lugar y reconocer los suyos.
Si reconozco al otro como ‘racional’ y ‘libre’ me reconozco. En los diálogos de
Sócrates en El banquete de Platón, se
señala que el amor consistiría en una búsqueda y eventual reconocimiento de esa
‘otra mitad’ y que este reconocimiento ocurriría a través de un ‘symbolon’
(tessera hospitalis), una suerte de contraseña que nos dimos los humanos unos a
otros antes de ser separados. Reconocer es el sentido originario de ‘símbolo’, el
symbolon en la Antigua Grecia era la ‘tablilla del recuerdo' esa mitad de tabla
o anillo que se daban para re-conocerse, re-unirse, re-cordis, para juntar dos
mitades que se trascienden y se transfiguran en algo nuevo. Este fenómeno
simbólico es expresión del reconocimiento, a través del símbolo reconocemos al
otro, esa es su función. La forma simbólica es espíritu objetivado y es lo que
le da sentido. Sólo podemos crear trasfigurando ‘metafóricamente’, trasmutando
lo profano en sagrado.
Sostener la
diferencia sin anularla
Eros y
Thanatos abrazados bailan juntos la danza de la vida, Eros crea mientras
Thanatos destruye. Vida-muerte, supervivencia-aniquilación. Uno ignora y
destruye la alteridad, el otro no es sin el otro. Crear sobre lo que se
destruye, morir para renacer, construir sobre el abismo. Son opuestos que se
necesitan para crear unidades más grandes y complejas, sosteniendo la
diferencia sin anularla. El amor sería un freno a la pulsión de muerte, amor
como ligazón al otro y freno a la descarga thanática. “El que ama pierde, por
decirlo así, una parte de su narcisismo y sólo puede compensarla siendo amado”,
decía Freud en 1914. Entonces, el amor sería un tope al narcisismo, obliga al
reconocimiento de que hay otro más que Yo, por eso hay que amar para no
enfermar, la superación del UNO -ligado al narcisismo- por el DOS como dice
Alain Badiou. Si hay simetría, hay reconocimiento de la alteridad, se sale del
amor narcisista para ir al encuentro del otro que no es un objeto de amor intercambiable,
tiene singularidad, rasgos y una historia que lo diferencian. Reconocer al otro
y reconocerse, y si ‘todo encuentro es un reencuentro’ que sea con novedad, que
en lugar de completar, descomplete para crear nuevos sentidos tejidos de
conjunto que lo funden y lo hagan original, con su propio folclore lúdico, con
contraseñas, complicidades, guiños y sincronicidades. Cada lazo amoroso implica
una ecuación muy compleja en la que Eros y Thanatos están presentes. Implica
repetición y creación en medio de la tensión causada por la ambivalencia. Es un
encuentro, un reencuentro y un desencuentro siempre en ciernes.
Navegar en
la incertidumbre
La vida en
general ha dejado de ser previsible y se ha tornado cada vez más incierta, la
desorientación es mayor que en el pasado y las decisiones ya no están fundadas
en las tradiciones. En este "contexto de turbulencia" como lo ha
definido Mario Robirosa, la lógica depredadora ha invadido las relaciones
sociales mercantilizando los vínculos en un mundo que no permite carencias y
los vacíos son siempre colmados con lo que se tiene más a mano. Se recitan
declaraciones de principio vacías de contenido, se buscan recetas, consejos
baratos, parches piadosos que ayuden a transitar un camino de cornisa. En esta
alienada situación en la que el síntoma de nuestra época es la enajenación del
individuo ante las estructuras que siente que lo ahogan, el ‘Sentido’ del amor,
la pareja, la familia está en retirada. El discurso amoroso se agota en la
enmarañada red de interminables reclamos mutuos que se convierte en una fuerza
extraviada que rompe con furia todo a su paso. Creemos que valemos por nuestra
exterioridad y cubrimos nuestra vulnerable desnudez con un precario barniz
social de secado instantáneo, cuando en realidad nacemos abiertos al mundo,
siempre estructurándonos ante la posibilidad de reproducir y producir en forma
activa las condiciones de existencia que permitan salir del caos y la
desmesura. Ante los cambios de contexto se necesita flexibilidad y
permeabilidad en nuestro sistema de ideas con el objeto de efectuar una
adaptación dinámica a la realidad para que los proyectos sigan siendo posibles
en una relación mutuamente transformante con el medio. De allí que en una
sociedad en permanente cambio y que tiende a la fragmentación de las
significaciones sociales, se torne imperiosa la necesidad de desenmascarar los
seudovalores, dilucidar los valores auténticos y genuinos descubriendo nuestro
sentido de la vida, al decir de Victor Frankl o inventándolo como diría Sartre.
Se trata de trabajar en función de un "utopismo racional aplicando el
conocimiento de lo probable para promover el advenimiento de lo posible" como
señala Pierre Bourdieu.
En busca de
la Unidad
Para realizar
un cambio estable y duradero necesitamos involucrar tanto la comprensión
intelectual como la afectiva. Las ‘Flores de Bach’ podrían colaborar en este
proceso que conlleva esfuerzo y dedicación facilitando la posibilidad de unir
el pensar con el sentir para poder operar en forma coherente y obrar en
consecuencia. Es un proceso laborioso de construcción conjunta a través de una
indagación activa que permite detectar las carencias, necesidades y
dificultades y a su vez descubrir los recursos personales y colectivos que promuevan
una modificación de la actitud. Cada una de las ‘Flores de Bach’ nos ayuda a
despertar nuestro potencial para transformar los defectos en virtudes, conocernos
en profundidad reconectándonos con nuestra esencia y al mismo tiempo conocer
nuestro contexto, nuestros modos de vincularnos para poder modificar en forma
efectiva aquellos aspectos que necesiten revisión y agregar valor a nuestro
medio. Edward Bach señala que todos somos parte de esta Gran Unidad que es la
humanidad y que el sufrimiento aparece cuando atentamos contra esa Unidad. Si
atacamos a otro estamos afectando a la Unidad y por lo tanto nos perjudicamos a
nosotros mismos. Según Bach el sufrimiento y la enfermedad surgen cuando
cometemos dos grandes errores: cuando atacamos a otro y cuando nos alejamos de
nuestra misión o de nuestra vocación a seguir; ese es un indicador de que
vivimos en forma inauténtica en un permanente ‘como si’. Para Jung, todos estamos
unidos por un inconsciente colectivo que nos influye, nos modela y se
manifiesta a través nuestro. Nuestros conflictos personales influyen en los
conflictos sociales, estos producen manifestaciones grupales, guerras, crisis,
etc, que serían manifestación física de conflictos psíquicos. Cada esencia
floral, posee un patrón auto‐organizativo de vibración y de acción específico
que se manifiesta en diversos planos de un mismo individuo. Un modelo de
acción, de información activa, que se manifiesta tanto en lo energético, lo
físico, lo emocional y lo mental. En la signatura de la planta descubrimos la
forma arquetípica y simbólica en la que el reino vegetal manifiesta
externamente su esencia interna. Las esencias florales trabajan sobre el alma
humana y se las puede relacionar con la evolución de las fuerzas arquetípicas
que mueven nuestro consciente e inconsciente y dirigen el sentido evolutivo de
nuestra vida otorgándole oportunidades y significado. Desarrollar nuestro
arquetipo personal permite evolucionar y alcanzar la individuación (Jung). Las
Flores de Bach nos ayudan a reconocer y gestionar las emociones, a aceptar la
‘sombra’ -aquellos aspectos de los arquetipos que no reconocemos, negamos o
reprimimos- surgiendo potencias y posibilidades de crecimiento. Las Flores de
Bach permiten identificar los arquetipos y la forma de activarlos,
transformarlos y actualizarlos para prever dificultades, evitar errores y
desarrollar habilidades y virtudes. Mediante las esencias florales podemos
reconocer el patrón de evolución, de descompensación y compensación y ayudar a
equilibrarlos. De esta manera permiten
limpiar y despejar el terreno para dejar el suelo fértil a partir del cual
brotará toda posibilidad futura. Si consideramos al amor en todas sus
manifestaciones como el arte de la entrega responsable y la aceptación de una
donación de la existencia, y si decidimos actuar y construir cotidianamente
aportando valor al medio, alcanzaremos una vida auténtica plena de sentido
sostenida por una red de vínculos significativos que apuesten al lazo.
Gabriela Ricciardelli
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