La mujer Chicory y su queja histérica: Entre el control y el amor condicionado
Chicory (Chicorium Intybus) es
una de las ‘Flores de Bach’ que se utiliza en personas que se preocupan en
exceso por el bienestar de sus seres queridos, controlándolos, manipulándolos y
hasta extorsionándolos -si fuera necesario- con tal de no perder su amor por
miedo a la soledad. Aplican todos los artilugios y tácticas posibles, incluso
hasta victimizarse, con el fin de obtener lo que desean, es decir, al otro.
Todo gira en torno a ese propósito: buscar un amo, seducirlo, para luego
dominarlo y someterlo, no sea cuestión que después de todo lo que llevó a cabo
para retenerlo terminen por dejarla.
Lo que Chicory ofrece siempre tiene un valor mucho mayor que lo que recibe. Tiende a apropiarse de la identidad del otro, lo que la lleva a desear poseerlo y envolverlo en una burbuja de control. Chicory monopoliza el tiempo de su ser querido, es locuaz y habla rápidamente, sin interrupciones, cansando con su verborragia. Constantemente desvía la conversación hacia sus propios intereses, exigiendo ser escuchada y que se preste atención a su disperso e insistente parloteo, plagado de argumentos retóricos y escasos fundamentos. Se impone mediante la insistencia de su discurso, que refuerza con gestos y numerosas falacias.
Todo discurso se sostiene sólo
por una posición de goce, el discurso histérico de Chicory está ordenado y
sostenido por el goce específico de la falta, el deseo de un deseo
insatisfecho. Para ella, nada es suficiente, nunca se siente conforme y siempre cree que le ha tocado lo peor. Por ello, se encuentra constantemente en una posición de acreedora, esperando recibir sin hacer nada a cambio. Elude reconocer su propia falta, y desde su orgullo y una supuesta sensación de completitud, asume que no debe nada a nadie; al contrario, considera que todos le deben algo a ella por su “gran amor”.
Por supuesto, no ve al otro como un ser completo; en cambio, lo percibe como "agujereado" desde el inicio, y se dedica a descubrir qué le gusta para seducirlo y verificar si puede ocupar ese lugar. Su objetivo es encontrar un “amo” al que dominar, hacerle desear y someterlo al poder de sus palabras. Lo que verdaderamente le importa es el deseo de ser deseada. Se encuentra completamente incapacitada para desear por sí misma, a menos que el otro exprese un deseo que sostenga el suyo. Luego, se empeña en destruir el deseo ajeno. Su acceso al deseo solo se logra a través de una identificación imaginaria con el otro. No puede desear más que el objeto del deseo del otro, lo que la llevará a una agresividad desmedida hacia quien “le oculta cosas”.
Su narcisismo la obliga a aparentar, a exhibirse. Detrás de la fachada de una mujer segura, bella y autónoma, se esconde una dependencia negada. Una dependencia estéril que impide el aspecto creativo y transformador de la relación. Ese Otro aparentemente capaz y potente con el que intenta identificarse no es en realidad el contenedor de sus reacciones infantiles ni de sus necesidades desmesuradas. Esta frustración es la base de su dependencia insaciable y voraz, que oscila constantemente entre la catástrofe y la negación. La falsedad psíquica y la desconfianza se mantienen a raya mediante gestos y motivaciones de “mover montañas”.
Se considera una persona generosa que se sacrifica por los suyos, aunque cada cosa que da lo hace desde su propio interés o conveniencia. Oscila entre las fantasías de ser una mujer deseada y sus continuas caídas depresivas, sintiéndose utilizada como un objeto de satisfacción: “yo sufro porque soy la que más amo”.
En sus ataques, mareos, vómitos o pérdidas de memoria, su cuerpo se desvanece sin que su posición como sujeto se transforme. No sabe nada, no ha pasado nada; prefiere fragmentar su cuerpo antes que enfrentar su condición de sujeto dividido. Braunstein menciona en su libro El Goce que: “la histérica va por el mundo así, insegura de su identidad, tratando de definir quién es, cuál es su nombre propio (ese nombre propio que 'le importuna'), adoptando diferentes identidades que se confunden con roles (sociales, teatrales), a la búsqueda de lo que es deseo en el Otro para identificarse con el objeto de ese deseo y alcanzar así una identidad fantasmática […] Repitiendo permanentemente la pregunta dirigida en primera instancia a la madre: ¿qué es ser una mujer y cómo goza ella?”.
Sus grandes interrogantes giran en torno al deseo, el amor y el sexo, que representan un saber que no sabe, manteniendo oculta una vida sexual insatisfecha. Se enfrenta a la ambivalencia de ser una 'esposa santa' o una 'mujer ligera', ya que, al desear recibirlo todo, se ve obligada a adoptar una posición que solo le permite obtener una cosa u otra, dejando siempre algo incompleto. De esta forma, queda atrapada en una eterna insatisfacción.
La mujer Chicory puede, de manera alternada, consagrarse a los hombres, rivalizar con ellos, “hacer de hombre” e incluso reemplazarlos cuando los considera demasiado mediocres. Con la pasión histérica que la define, Chicory es capaz de sostener todos los discursos que configuran el lazo social, buscando ejercer control sobre todos. La contradicción radica en que, al interpelar a los amos y luchar por abolir los privilegios, al mismo tiempo reclama a aquel que sería lo suficientemente potente como para erradicar la alteridad.
Por un lado, Chicory está constantemente cuestionando y desafiando las estructuras de poder existentes, es decir, los "amos" o las figuras que ejercen control sobre ella y sobre otros. Esto refleja su deseo de abolir los privilegios y las desigualdades que perpetúan su propia insatisfacción y su necesidad de control. Busca, de alguna manera, poner en cuestión o subvertir esas jerarquías para poder ser reconocida en igualdad de condiciones.
Sin embargo, la contradicción surge en el momento en que, a pesar de desafiar esas estructuras de poder, Chicory, en el fondo, desea que haya una figura o una fuerza capaz de erradicar completamente la "alteridad", es decir, la diferencia o el otro. En otras palabras, busca a alguien con un poder tan absoluto que pueda eliminar cualquier distinción entre ella y los demás, borrando las separaciones que la hacen sentirse insuficiente o insatisfecha.
Es como si, por un lado, luchara contra los "amos" y los privilegios que otros tienen sobre ella, pero al mismo tiempo, quisiera encontrar a un ser tan dominante, tan fuerte, que logre disolver todas las diferencias (y quizás la propia diferencia de ella misma). Lo que realmente desea es un tipo de poder absoluto que la haga sentirse completa y liberada de su sensación de falta, una figura que no solo gobierne, sino que también acabe con la distancia y la alteridad que la afectan.
Así, la contradicción está en que, mientras intenta rebelarse contra las figuras de poder tradicionales, en su interior busca algo aún más grande y absoluto, que sea capaz de eliminar esas diferencias que tanto le perturban.
Se mueve en la ambivalencia de la provocación y la castración del otro, es exhibicionista e incita a la rivalidad y celos entre las mujeres. Necesita llamar la atención de los demás y, cuando no lo logra, puede perder el interés de quienes la rodean, volviendo a refugiarse en una profunda insatisfacción. A su pareja le exige un amor omnipotente, que la adore como a una diosa, y, al mismo tiempo, lo carga con una historia de expectativas y exigencias que atormenta su relación de pareja. Este amor idealizado y demandante no solo le otorga un sentido de poder, sino que también se convierte en una trampa emocional para ambos.
Esta mujer, que porta atributos fálicos como fetiches femeninos (el maquillaje, la ropa interior y exterior, bijoutería exagerada), busca apropiarse de una imagen de poder y control, pero a través de los símbolos tradicionalmente asociados a la feminidad. Estos elementos no solo son un medio para afirmar su presencia, sino también un intento de proyectar una imagen de sí misma que oscila entre la seducción y la dominación. Al mismo tiempo, ubica a su hombre en una dinámica de poder fluctuante, donde lo ve como víctima o verdugo, impotente o violador, dependiendo de si logra dominarlo o si el otro, en su resistencia o sumisión, le desafía.
En esta relación, el hombre es constantemente objeto de una lucha de poder emocional que la mujer no solo vive, sino que también crea. Su relación está definida por un juego de roles extremos: si ella lo domina, él se convierte en su víctima, y si él se resiste o se vuelve dominante, ella lo percibe como una amenaza que debe ser sometida. Este ciclo de poder y sumisión, marcado por sus necesidades de control y validación, lleva la relación a una constante tensión, donde la intimidad es distorsionada por la necesidad de probar quién tiene la supremacía.
Se presenta como la mujer perfecta, libre de todo vicio, y descarga la culpa de los males sobre los demás. Quiere ocupar todos los roles, se enorgullece de ser tanto madre como padre, adoptando el lema: “Todo por y para ellos…”. Sin embargo, también puede elevar a sus hijos como una extensión de su propio ego, con el fin de alimentar su costado narcisista: “Mis hijos son los mejores”. No obstante, esta exaltación no tarda en convertirse en una forma de control, pues, una vez que los ha colocado en ese pedestal, los desciende de un plumazo, exigiendo que sigan dependiendo de ella.
Bajo una apariencia de excesiva preocupación por quienes la rodean, oculta una profunda necesidad de satisfacer sus propios anhelos de afecto y cariño. Obliga a los demás a brindarle ese afecto a cambio de sus "atenciones", pero esas "atenciones" no son más que una forma de manipulación, transformándola en una figura despótica y carente del verdadero sentido del amor. Su deseo de poder y posesión la lleva a pensar que todo le pertenece: objetos, cosas y personas. Vive indirectamente a través de los demás, necesitándolos para alcanzar sus propios fines.
Superficial y sugestionable, carece de una identidad verdadera. No puede diferenciarse de los demás y le resulta sumamente difícil aceptar que debe aprender del otro. En su necesidad de control y validación, no solo es incapaz de reconocer la autonomía de los demás, sino que también evita cualquier confrontación que la obligue a confrontar sus propias limitaciones, eludiendo así el proceso de crecimiento personal. Su vida, al final, está marcada por una continua búsqueda de aprobación externa, mientras se ve incapaz de conectarse con su ser más profundo.
A medida que transcurren los años, el egocentrismo y la perversión de la figura Chicory tienden a exacerbarse, lo que provoca un creciente rechazo por parte de su entorno y la consiguiente soledad, justamente aquello que más teme. A pesar de ello, persiste en el uso defensivo de la fantasía, especialmente aquella que la proyecta como una figura resiliente y triunfadora, negando toda herida narcisista y el fracaso afectivo.
Sabemos que la histeria, cuando se intensifica, puede convocar formas de violencia, generalmente veladas o simbólicas, pero a veces también explícitas. Chicory grita, pero no comunica; su queja es constante, su discurso puede ser caótico, infantil, y muchas veces carente de sentido. Nunca se sabe qué va a decir, ni con qué se va a presentar; y, cuando le resulta conveniente, siempre encuentra refugio en el olvido, borrando selectivamente los hechos que la comprometen.
En otra oportunidad, profundizaremos en cómo este arquetipo femenino de Chicory también encuentra su expresión en la alteridad masculina, revelando que el modo de goce y de relación con el otro que aquí describimos no es exclusivo de un género, sino que puede encarnarse en distintas formas, manteniendo intacta la lógica estructural que lo sostiene.
Gabriela Ricciardelli
Dra. H. C. en
Medicina Floral, Master en Naturopatía
Creadora de la
primera carrera en Medicina Floral® en la Argentina.
Miembro Fundador de
la Asociación Bach Argentina 2001
Miembro de la Asocación Argentina de Medicina Antroposófica
No hay comentarios.:
Publicar un comentario