Cúrense a ustedes mismos - Capítulo VI - Edward Bach

Y ahora, mis queridos hermanos, cuando nos damos cuenta de que el Amor y la Unidad son las grandes bases de nuestra Creación, de que somos hijos del Amor Divino, y de que la eterna conquista del mal y del sufrimiento se logrará, gracias al cariño y al amor, cuando nos damos cuenta, de todo esto, ¿dónde caben en este cuadro tan hermoso prácticas como la vivisección y la implantación de glándulas en los animales? ¿Seguimos siendo tan primitivos, tan paganos, 'que continuamos pensando que con el sacrificio de animales nos libraremos de los resultados de nuestras propias culpas y errores? Hace cerca de 2.500 años, el Señor Buda demostró al mundo lo equivocado del sacrificio de criaturas inferiores.
La humanidad ha contraído ya una deuda muy grande con los animales a los que ha torturado y destruido, y lejos de beneficiarse el hombre con tan inhumanas prácticas, sólo se perjudica al reino tanto animal como humano. Qué lejos hemos llegado, nosotros occidentales, de los hermosos ideales de la vieja Madre India, cuando el amor por las criaturas de la tierra era tan grande que se enseñaba y se entrenaba al hombre a curar las enfermedades y heridas no sólo de los animales mayores, sino de las aves. Además, había grandes santuarios para todo tipo de vida, y tan reacia era la gente a hacer daño a una criatura inferior, que se negaban a atender a un cazador enfermo si no juraba abandonar la práctica de la caza.
No hablemos en contra de los hombres que practican la vivisección, ya que muchos de ellos trabajan animados por principios auténticamente humanitarios, esperando y esforzándose por encontrar alivio a los sufrimientos humanos; sus motivos son bastante buenos, pero su sabiduría no lo es, pues no entienden bien la razón de la vida. Sólo el motivo, por bueno que sea, no basta; debe ir acompañado de sabiduría y comprensión.
Del horror de la magia negra, asociada con el injerto de glándulas, no queremos ni escribir, sólo implorar a todo ser humano que lo evite como a algo diez mil veces peor que cualquier plaga, pues es un 'pecado contra Dios, contra los hombres y los animales.
No hay objeto en ocuparse de los fracasos de la moderna ciencia médica, a excepción de un par de cosas; la destrucción es inútil si no se reedifica un edificio mejor, y como en medicina ya se han establecido las bases de un edificio más nuevo, ocupémonos de añadir una o dos piedras a ese templo. Tampoco sirve hoy una crítica adversa de la profesión; es el sistema el que está fundamentalmente equivocado; porque es un sistema en el que el médico, por razones únicamente económicas, no tiene tiempo para administrar un tratamiento tranquilo y sosegado, ni oportunidad para meditar y pensar convenientemente cosas que deberían ser la herencia de quienes dedican sus vidas a atender a los enfermos. Como dijo Paracelso, el médico sabio atiende a cinco, y no a quince pacientes, en un día..., ideal inaccesible para el médico corriente en nuestra época.
Amanece sobre nosotros un nuevo y mejor arte de curación. Hace cinco años, la homeopatía de Hahnemann era el primer resplandor matutino tras una larga noche de tinieblas, y puede que desempeñe un gran papel en la medicina del futuro. Lo que es más, la atención que se dedica actualmente a mejorar la calidad de vida y a establecer una dieta más sana y más pura es un avance en pro de la prevención de la enfermedad; y aquellos movimientos que pretenden dar a conocer a la gente tanto la conexión entre los fracasos espirituales y la enfermedad como la curación que puede lograrse perfeccionando la mente, están abriendo camino hacia ese día radiante en que desaparecerá la negra sombra de la enfermedad.
Recordemos que la enfermedad es un enemigo común, y que cada uno de nosotros que conquiste un fragmento de ella está ayudándose a sí mismo y también a toda la humanidad. Habrá que gastar una considerable, pero definitiva, cantidad de energía antes de que la victoria sea completa; todos y cada uno de nosotros debemos esforzamos por lograr ese resultado, y los más grandes y más fuertes tendrán no sólo que cumplir su parte del trabajo, sino ayudar a sus hermanos más débiles.
Obviamente, la primera forma de evitar que se extienda y aumente la enfermedad es que dejemos de cometer esas acciones que le dan más poder; la segunda, suprimir de nuestra naturaleza nuestros propios defectos, que darían pie a posteriores invasiones. El conseguir esto significaría, desde luego, la victoria; así pues, una vez liberados, estamos en condiciones de ayudar a otros. Y no es tan difícil como pudiera parecer a primera vista; se espera que hagamos lo posible, y sabemos que podemos hacerlo siempre que obedezcamos los dictados de nuestra alma. La vida no nos exige sacrificios impensables; nos pide que hagamos su recorrido con alegría en el corazón, y que seamos una bendición para quienes nos rodean, de forma que si dejamos al mundo solo una pizca mejor de lo que era antes de nuestra visita, hayamos cumplido nuestra misión.
Las enseñanzas de las religiones, si se interpretan debidamente, nos indican «Abandonad todo y seguidme», y eso significa que nos entreguemos totalmente a las exigencias de nuestro Ser Superior, pero no, como algunos imaginan, abandonar casa y comodidades, amor y lujos; la verdad está muy lejos de eso. Un príncipe puede ser, con todas las glorias del palacio, un enviado de Dios y una auténtica bendición para su pueblo, para su país -y aun para el mundo-; cuánto se habría perdido si ese príncipe hubiera imaginado que su deber era meterse en un monasterio. Las tareas de la vida en todas sus ramas, desde la más baja hasta la más exaltada, hay que cumplidas, y el Divino Guía de nuestros destinos sabe en qué lugar colocamos para nuestro bien; todo cuanto se espera que hagamos es cumplir con ese cometido, bien y con alegría. Hay santos en la cadena de la fábrica y en la bodega de un barco, igual que los hay entre los dignatarios de las órdenes religiosas. A nadie en esta Tierra se le pide que haga más de lo que está en su poder hacer, y si nos esforzamos por sacar lo mejor de nosotros mismos, guiados siempre por nuestro Ser Superior, se nos ofrecerá la posibilidad de la salud y la felicidad.
Durante la mayor parte de los dos últimos milenios, la civilización occidental ha pasado por una era de intenso materialismo, y se ha perdido prácticamente la conciencia del lado espiritual de nuestra naturaleza y de nuestra existencia, en una actitud mental que ha situado a las posesiones mundanas, a las ambiciones, deseos y placeres por encima de los valores reales de la vida. La verdadera razón de la existencia del hombre en la Tierra ha quedado empeñada y oculta por su ansiedad de obtener de su encarnación sólo bienes terrenos. Hubo una época en la que la vida resultó muy difícil debido a la falta del auténtico consuelo, aliciente y estímulo que supone el conocimiento de cosas más importantes que las de este mundo. Durante los últimos siglos, las religiones les han parecido a muchas personas más bien unas leyendas que nada tenían que ver con sus vidas, en lugar de ser la esencia de su existencia. La verdadera naturaleza de nuestro Ser Superior, el conocimiento de una vida previa y otra posterior, aparte de la actual, ha significado muy poco, en lugar de ser guía y estímulo de todas nuestras acciones. Hemos tendido a apartar las grandes cosas y a hacer la vida lo más cómoda posible, retirando lo suprafísico de nuestras mentes y asiéndonos a los placeres terrenos para compensar nuestros padecimientos. Así, la posición, el rango, la riqueza y las posesiones materiales se han convertido en la meta de estos siglos; y como todas esas cosas son fugaces y sólo pueden obtenerse y conservarse a base de ansiedad y concentración sobre las cosas materiales, la paz interna y la felicidad de las generaciones pasadas han quedado infinitamente por debajo de lo que corresponde a la humanidad.
La verdadera paz de espíritu y del alma está con nosotros cuando progresamos espiritualmente, y eso no puede obtenerse con la acumulación de riquezas solamente, por grandes que éstas sean. Pero los tiempos están cambiando y hay muchas indicaciones de que esta civilización ha empezado a pasar de la era del puro materialismo al deseo de las realidades y verdades del universo. El interés general y en rápido aumento que hoy se demuestra por el conocimiento de las verdades suprafísicas, el creciente número de quienes desean información sobre la existencia antes y después de esta vida, el hallazgo de métodos para vencer la enfermedad con medios espirituales y de fe, la afición por las antiguas enseñanzas y sabiduría de Oriente..., todo ello son síntomas de que la gente de hoy ha empezado a vislumbrar la realidad de las cosas. Así, cuando se llega al problema de la curación, se comprende que también éste tenga que ponerse a la altura de los tiempos y cambiar sus métodos, apartándose del materialismo grosero y tendiendo hacia una ciencia basada sobre las realidades de la Verdad, y regida por las mismas leyes divinas que rigen nuestras naturalezas. La curación pasará del ámbito de los métodos físicos de tratamiento del cuerpo físico a la curación mental y espiritual, que, al restablecer la armonía entre la mente y el alma, erradique la auténtica causa de la enfermedad y permita después la utilización de los medios físicos para completar la curación del cuerpo.
Parece totalmente posible que el arte de la curación pase de manos de los médicos -a no ser que éstos se den cuenta de estos hechos y avancen con el crecimiento espiritual del pueblo -, a manos de las órdenes religiosas o de los sanadores natos que existen en toda generación, pero que hasta ahora han vivido más o menos ignorados, impidiéndoseles seguir la llamada de su naturaleza ante la actitud de los ortodoxos. Así pues, el médico del futuro tendrá dos finalidades principales que perseguir. La primera será ayudar al paciente a alcanzar un conocimiento de sí mismo y a destacar en sí los errores fundamentales que esté cometiendo, las deficiencias de su carácter que tenga que corregir y los defectos de su naturaleza que tenga que erradicar y sustituir por las virtudes correspondientes. Semejante médico tendrá que haber estudiado profundamente las leyes que rigen a la humanidad y a la propia naturaleza humana, con vistas a poder reconocer en todos los que a él acuden los elementos que causan el conflicto entre el alma y la personalidad. Tiene que poder aconsejar al paciente cómo restablecer la armonía requerida, qué acciones contra la Unidad tiene que suspender, qué virtudes tiene que desarrollar necesariamente para borrar sus defectos. Cada caso requerirá un cuidadoso estudio, y sólo quienes hayan dedicado gran parte de su vida al conocimiento de la humanidad, y en cuyos corazones arda el deseo de ayudar, podrán emprender con éxito esta gloriosa y divina labor en pro de la humanidad, abrir los ojos al que padece e iluminarle sobre la razón de su existencia, inspirarle esperanza, consuelo y fe que le permitan dominar su enfermedad.
El segundo deber del médico será administrar los remedios que auxilien al cuerpo físico a recobrar fuerza y ayuden a la mente a serenarse, a ensanchar su campo y a buscar la perfección, trayendo paz y armonía a toda la personalidad. Semejantes remedios se encuentran en la naturaleza, colocados allí por gracia del Divino Creador para cura y consuelo de la humanidad. Se conocen unos cuantos y otros muchos se buscan actualmente por parte de los médicos en diferentes partes del globo, especialmente en nuestra Madre la India, y no cabe duda que cuando estas investigaciones se desarrollen más, recuperaremos gran parte de los conocimientos que se tenían hace dos mil años, y el sanador del futuro tendrá a su disposición los maravilloso remedios naturales que se nos dieron para que el hombre aliviara su enfermedad.
Así pues, la abolición de la enfermedad dependerá de que la humanidad descubra la verdad de las leyes inalterables de nuestro Universo y de que se adapte con humildad y obediencia a esas leyes, trayendo la paz entre su alma y su ser, y recobrando la verdadera alegría y felicidad de la vida. Y la parte correspondiente al médico consistirá en ayudar a los que sufren a conocer esa verdad, en indicarle los medios mediante los que podrá conseguir la armonía, inspirarle con la fe en su divinidad que todo lo vence, y administrar remedios físicos tales que le ayuden a armonizar su personalidad y a curar su cuerpo.


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