Y ahora, mis queridos hermanos, cuando nos damos cuenta de
que el Amor y la Unidad son las grandes bases de nuestra Creación, de que somos
hijos del Amor Divino, y de que la eterna conquista del mal y del sufrimiento
se logrará, gracias al cariño y al amor, cuando nos damos cuenta, de todo esto,
¿dónde caben en este cuadro tan hermoso prácticas como la vivisección y la
implantación de glándulas en los animales? ¿Seguimos siendo tan primitivos, tan
paganos, 'que continuamos pensando que con el sacrificio de animales nos
libraremos de los resultados de nuestras propias culpas y errores? Hace cerca
de 2.500 años, el Señor Buda demostró al mundo lo equivocado del sacrificio de
criaturas inferiores.
La humanidad ha contraído ya una deuda muy grande con los animales a los que ha torturado y destruido, y lejos de beneficiarse el hombre con tan inhumanas prácticas, sólo se perjudica al reino tanto animal como humano. Qué lejos hemos llegado, nosotros occidentales, de los hermosos ideales dela vieja Madre
India , cuando el amor por las criaturas de la tierra era tan
grande que se enseñaba y se entrenaba al hombre a curar las enfermedades y
heridas no sólo de los animales mayores, sino de las aves. Además, había
grandes santuarios para todo tipo de vida, y tan reacia era la gente a hacer
daño a una criatura inferior, que se negaban a atender a un cazador enfermo si
no juraba abandonar la práctica de la caza.
La humanidad ha contraído ya una deuda muy grande con los animales a los que ha torturado y destruido, y lejos de beneficiarse el hombre con tan inhumanas prácticas, sólo se perjudica al reino tanto animal como humano. Qué lejos hemos llegado, nosotros occidentales, de los hermosos ideales de
No hablemos en contra de los hombres que practican la
vivisección, ya que muchos de ellos trabajan animados por principios
auténticamente humanitarios, esperando y esforzándose por encontrar alivio a
los sufrimientos humanos; sus motivos son bastante buenos, pero su sabiduría no
lo es, pues no entienden bien la razón de la vida. Sólo el motivo,
por bueno que sea, no basta; debe ir acompañado de sabiduría y comprensión.
Del horror de la magia negra, asociada con el injerto de
glándulas, no queremos ni escribir, sólo implorar a todo ser humano que lo evite
como a algo diez mil veces peor que cualquier plaga, pues es un 'pecado contra
Dios, contra los hombres y los animales.
No hay objeto en ocuparse de los fracasos de la moderna
ciencia médica, a excepción de un par de cosas; la destrucción es inútil si no
se reedifica un edificio mejor, y como en medicina ya se han establecido las
bases de un edificio más nuevo, ocupémonos de añadir una o dos piedras a ese
templo. Tampoco sirve hoy una crítica adversa de la profesión; es el sistema el
que está fundamentalmente equivocado; porque es un sistema en el que el médico,
por razones únicamente económicas, no tiene tiempo para administrar un
tratamiento tranquilo y sosegado, ni oportunidad para meditar y pensar
convenientemente cosas que deberían ser la herencia de quienes dedican sus
vidas a atender a los enfermos. Como dijo Paracelso, el médico sabio atiende a
cinco, y no a quince pacientes, en un día..., ideal inaccesible para el médico
corriente en nuestra época.
Amanece sobre nosotros un nuevo y mejor arte de curación.
Hace cinco años, la homeopatía de Hahnemann era el primer resplandor matutino
tras una larga noche de tinieblas, y puede que desempeñe un gran papel en la
medicina del futuro. Lo que es más, la atención que se dedica actualmente a
mejorar la calidad de vida y a establecer una dieta más sana y más pura es un
avance en pro de la prevención de la enfermedad; y aquellos movimientos que
pretenden dar a conocer a la gente tanto la conexión entre los fracasos
espirituales y la enfermedad como la curación que puede lograrse perfeccionando
la mente, están abriendo camino hacia ese día radiante en que desaparecerá la
negra sombra de la enfermedad.
Recordemos que la enfermedad es un enemigo común, y que
cada uno de nosotros que conquiste un fragmento de ella está ayudándose a sí
mismo y también a toda la
humanidad. Habrá que gastar una considerable, pero
definitiva, cantidad de energía antes de que la victoria sea completa; todos y
cada uno de nosotros debemos esforzamos por lograr ese resultado, y los más grandes
y más fuertes tendrán no sólo que cumplir su parte del trabajo, sino ayudar a
sus hermanos más débiles.
Obviamente, la primera forma de evitar que se extienda y
aumente la enfermedad es que dejemos de cometer esas acciones que le dan más
poder; la segunda, suprimir de nuestra naturaleza nuestros propios defectos,
que darían pie a posteriores invasiones. El conseguir esto significaría, desde
luego, la victoria; así pues, una vez liberados, estamos en condiciones de
ayudar a otros. Y no es tan difícil como pudiera parecer a primera vista; se
espera que hagamos lo posible, y sabemos que podemos hacerlo siempre que
obedezcamos los dictados de nuestra alma. La vida no nos exige sacrificios
impensables; nos pide que hagamos su recorrido con alegría en el corazón, y que
seamos una bendición para quienes nos rodean, de forma que si dejamos al mundo
solo una pizca mejor de lo que era antes de nuestra visita, hayamos cumplido
nuestra misión.
Las enseñanzas de las reli giones,
si se interpretan debidamente, nos indican «Abandonad todo y seguidme», y eso
significa que nos entreguemos totalmente a las exigencias de nuestro Ser
Superior, pero no, como algunos imaginan, abandonar casa y comodidades, amor y
lujos; la verdad está muy lejos de eso. Un príncipe puede ser, con todas las
glorias del palacio, un enviado de Dios y una auténtica bendición para su
pueblo, para su país -y aun para el mundo-; cuánto se habría perdido si ese
príncipe hubiera imaginado que su deber era meterse en un monasterio. Las
tareas de la vida en todas sus ramas, desde la más baja hasta la más exaltada,
hay que cumplidas, y el Divino Guía de nuestros destinos sabe en qué lugar
colocamos para nuestro bien; todo cuanto se espera que hagamos es cumplir con
ese cometido, bien y con alegría. Hay santos en la cadena de la fábrica y en la
bodega de un barco, igual que los hay entre los dignatarios de las órdenes reli giosas. A nadie en esta Tierra se le pide que
haga más de lo que está en su poder hacer, y si nos esforzamos por sacar lo
mejor de nosotros mismos, guiados siempre por nuestro Ser Superior, se nos
ofrecerá la posibilidad de la salud y la feli cidad.
Durante la mayor parte de los dos últimos milenios, la
civilización occidental ha pasado por una era de intenso materialismo, y se ha
perdido prácticamente la conciencia del lado espiritual de nuestra naturaleza y
de nuestra existencia, en una actitud mental que ha situado a las posesiones
mundanas, a las ambiciones, deseos y placeres por encima de los valores reales
de la vida. La
verdadera razón de la existencia del hombre en la Tierra ha quedado empeñada y
oculta por su ansiedad de obtener de su encarnación sólo bienes terrenos. Hubo
una época en la que la vida resultó muy difícil debido a la falta del auténtico
consuelo, aliciente y estímulo que supone el conocimiento de cosas más
importantes que las de este mundo. Durante los últimos siglos, las reli giones les han parecido a muchas personas más
bien unas leyendas que nada tenían que ver con sus vidas, en lugar de ser la
esencia de su existencia. La verdadera naturaleza de nuestro Ser Superior, el
conocimiento de una vida previa y otra posterior, aparte de la actual, ha
significado muy poco, en lugar de ser guía y estímulo de todas nuestras
acciones. Hemos tendido a apartar las grandes cosas y a hacer la vida lo más
cómoda posible, retirando lo suprafísico de nuestras mentes y asiéndonos a los
placeres terrenos para compensar nuestros padecimientos. Así, la posición, el
rango, la riqueza y las posesiones materiales se han convertido en la meta de estos
siglos; y como todas esas cosas son fugaces y sólo pueden obtenerse y
conservarse a base de ansiedad y concentración sobre las cosas materiales, la
paz interna y la feli cidad de las
generaciones pasadas han quedado infinitamente por debajo de lo que corresponde
a la humanidad.
La verdadera paz de espíritu y del alma está con nosotros
cuando progresamos espiritualmente, y eso no puede obtenerse con la acumulación
de riquezas solamente, por grandes que éstas sean. Pero los tiempos están
cambiando y hay muchas indicaciones de que esta civilización ha empezado a
pasar de la era del puro materialismo al deseo de las realidades y verdades del
universo. El interés general y en rápido aumento que hoy se demuestra por el
conocimiento de las verdades suprafísicas, el creciente número de quienes
desean información sobre la existencia antes y después de esta vida, el
hallazgo de métodos para vencer la enfermedad con medios espirituales y de fe,
la afición por las antiguas enseñanzas y sabiduría de Oriente..., todo ello son
síntomas de que la gente de hoy ha empezado a vislumbrar la realidad de las
cosas. Así, cuando se llega al problema de la curación, se comprende que
también éste tenga que ponerse a la altura de los tiempos y cambiar sus
métodos, apartándose del materialismo grosero y tendiendo hacia una ciencia
basada sobre las realidades de la Verdad, y regida por las mismas leyes divinas
que rigen nuestras naturalezas. La curación pasará del ámbito de los métodos
físicos de tratamiento del cuerpo físico a la curación mental y espiritual,
que, al restablecer la armonía entre la mente y el alma, erradique la auténtica
causa de la enfermedad y permita después la utilización de los medios físicos
para completar la curación del cuerpo.
Parece totalmente posible que el arte de la curación pase
de manos de los médicos -a no ser que éstos se den cuenta de estos hechos y
avancen con el crecimiento espiritual del pueblo -, a manos de las órdenes reli giosas o de los sanadores natos que existen en
toda generación, pero que hasta ahora han vivido más o menos ignorados,
impidiéndoseles seguir la llamada de su naturaleza ante la actitud de los
ortodoxos. Así pues, el médico del futuro tendrá dos finalidades principales
que perseguir. La primera será ayudar al paciente a alcanzar un conocimiento de
sí mismo y a destacar en sí los errores fundamentales que esté cometiendo, las
deficiencias de su carácter que tenga que corregir y los defectos de su
naturaleza que tenga que erradicar y sustituir por las virtudes
correspondientes. Semejante médico tendrá que haber estudiado profundamente las
leyes que rigen a la humanidad y a la propia naturaleza humana, con vistas a
poder reconocer en todos los que a él acuden los elementos que causan el
conflicto entre el alma y la personalidad. Tiene que poder aconsejar al
paciente cómo restablecer la armonía requerida, qué acciones contra la Unidad
tiene que suspender, qué virtudes tiene que desarrollar necesariamente para
borrar sus defectos. Cada caso requerirá un cuidadoso estudio, y sólo quienes
hayan dedicado gran parte de su vida al conocimiento de la humanidad, y en
cuyos corazones arda el deseo de ayudar, podrán emprender con éxito esta
gloriosa y divina labor en pro de la humanidad, abrir los ojos al que padece e
iluminarle sobre la razón de su existencia, inspirarle esperanza, consuelo y fe
que le permitan dominar su enfermedad.
El segundo deber del médico será administrar los remedios
que auxilien al cuerpo físico a recobrar fuerza y ayuden a la mente a
serenarse, a ensanchar su campo y a buscar la perfección, trayendo paz y
armonía a toda la
personalidad. Semejantes remedios se encuentran en la
naturaleza, colocados allí por gracia del Divino Creador para cura y consuelo
de la humanidad. Se
conocen unos cuantos y otros muchos se buscan actualmente por parte de los
médicos en diferentes partes del globo, especialmente en nuestra Madre la
India, y no cabe duda que cuando estas investigaciones se desarrollen más,
recuperaremos gran parte de los conocimientos que se tenían hace dos mil años,
y el sanador del futuro tendrá a su disposición los maravilloso remedios
naturales que se nos dieron para que el hombre aliviara su enfermedad.
Así pues, la
abolición de la enfermedad dependerá de que la humanidad descubra la verdad de
las leyes inalterables de nuestro Universo y de que se adapte con humildad y
obediencia a esas leyes, trayendo la paz entre su alma y su ser, y recobrando
la verdadera alegría y feli cidad de la vida. Y la parte
correspondiente al médico consistirá en ayudar a los que sufren a conocer esa
verdad, en indicarle los medios mediante los que podrá conseguir la armonía,
inspirarle con la fe en su divinidad que todo lo vence, y administrar remedios
físicos tales que le ayuden a armonizar su personalidad y a curar su cuerpo.
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