Cada vez que imaginamos la felicidad inventamos islas paradisíacas, oasis con
camellos y alfombras mágicas, una vida sin carencias, sin lucha, sin deseo, sin
búsqueda de superación y sin muerte. Un océano flotante de sagrada eternidad con
certezas absolutas, seguridad garantizada y soluciones definitivas. Todo muy
inocente, ingenuo y hasta inocuo sino fuera porque estas fantasías constituyen
el modelo de nuestros propósitos en la vida cotidiana, con lo cual el problema
no sería cómo alcanzar nuestras metas o cómo superar la frustración por no
poder arribar a ellas, si no, la forma
misma de desear.
Generamos proyectos rodeados de mentiras como gelatina gomosa que no se puede asir. Seguimos deseando el castillo de colores estático, un nido de amor con luces y sin sombras, un idilio sin peligros, en lugar de una relación inquietante, compleja, que estimule la capacidad de lucha y nos obligue a cambiar. Anhelamos relucientes caballos blancos pero perdimos el valor de subirnos a horcajadas a luchar por sueños que nos despierten, con proyectos realizables que nos mantengan vivos. Regodeándonos en la comodidad de los clichés, deseamos todo armado de antemano con los brazos abiertos para recibirlo pasivamente y si no surge de ese modo nos enojamos y culpamos a otros, en lugar de trabajar con ardor para hacer efectivas nuestras posibilidades.
En la realidad mundana nos deslizamos como fantasmas que se conforman con una pueril y trivial interpretación de nosotros mismos y de lo que acontece alrededor. Vamos como autómatas encadenados a una temporalidad rutinaria en donde es impensable establecer una atmósfera de reflexión para recuperar ese primigenio espíritu curioso. Se estereotipan fantasías ocluyendo la felicidad, se buscan las salidas fáciles que calmen la incertidumbre, se aplaude la velocidad en la respuesta como estandarte de genialidad sin darse el tiempo necesario para que la cosa sea, parar y mirar, detenerse a observar para evitar el error o peor aún, rotular a la ligera con la necesidad de ubicarlo en anaqueles polvorientos de compartimentos estancos.
Exceso de pereza, déficit en la voluntad, chatura que germina, aliena y enajena el propio acto del pensar. En un mundo agitado con valores devaluados y falta de sensibilidad sólo vamos pasando las páginas de este gran libro con total ligereza, sin cambiar ni una coma, sin traspasar vitalmente las fronteras de nuestros hábitos y costumbres, o de nuestras estructuras imaginarias, reproduciendo lo heterónomo en medio de un solipsismo que excluye toda alteridad.
Transitar el camino de las Flores de Bach puede resultar un modo interesante y creativo de escudriñar en nuestro arcón personal, sacar a relucir nuestros recursos adormecidos y alcanzar profundidad y coherencia entre nuestros deseos y elecciones para desarrollar una vida cada vez más plena y satisfactoria.
Generamos proyectos rodeados de mentiras como gelatina gomosa que no se puede asir. Seguimos deseando el castillo de colores estático, un nido de amor con luces y sin sombras, un idilio sin peligros, en lugar de una relación inquietante, compleja, que estimule la capacidad de lucha y nos obligue a cambiar. Anhelamos relucientes caballos blancos pero perdimos el valor de subirnos a horcajadas a luchar por sueños que nos despierten, con proyectos realizables que nos mantengan vivos. Regodeándonos en la comodidad de los clichés, deseamos todo armado de antemano con los brazos abiertos para recibirlo pasivamente y si no surge de ese modo nos enojamos y culpamos a otros, en lugar de trabajar con ardor para hacer efectivas nuestras posibilidades.
En la realidad mundana nos deslizamos como fantasmas que se conforman con una pueril y trivial interpretación de nosotros mismos y de lo que acontece alrededor. Vamos como autómatas encadenados a una temporalidad rutinaria en donde es impensable establecer una atmósfera de reflexión para recuperar ese primigenio espíritu curioso. Se estereotipan fantasías ocluyendo la felicidad, se buscan las salidas fáciles que calmen la incertidumbre, se aplaude la velocidad en la respuesta como estandarte de genialidad sin darse el tiempo necesario para que la cosa sea, parar y mirar, detenerse a observar para evitar el error o peor aún, rotular a la ligera con la necesidad de ubicarlo en anaqueles polvorientos de compartimentos estancos.
Exceso de pereza, déficit en la voluntad, chatura que germina, aliena y enajena el propio acto del pensar. En un mundo agitado con valores devaluados y falta de sensibilidad sólo vamos pasando las páginas de este gran libro con total ligereza, sin cambiar ni una coma, sin traspasar vitalmente las fronteras de nuestros hábitos y costumbres, o de nuestras estructuras imaginarias, reproduciendo lo heterónomo en medio de un solipsismo que excluye toda alteridad.
Transitar el camino de las Flores de Bach puede resultar un modo interesante y creativo de escudriñar en nuestro arcón personal, sacar a relucir nuestros recursos adormecidos y alcanzar profundidad y coherencia entre nuestros deseos y elecciones para desarrollar una vida cada vez más plena y satisfactoria.
Gabriela Ricciardelli
Terapeuta Floral
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